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El presidente de Estados Unidos de América (EUA), Barack Obama, fue recientemente juramentado a su segundo término presidencial marcando, con su comodísima reelección, otro hito en la historia de ese país. Las festividades por el inicio de dicho segundo término fueron precisamente celebradas en el día conmemorativo de Martin Luther King, ese gigante de los derechos civiles de los negros y otras minorías, cuya extraordinaria y victoriosa lucha, y su vil asesinato en el 1968 a manos de un supremacista blanco, pavimentaron la ruta que posibilitó, cuarenta años más tarde, que un negro fuera electo presidente de la nación más poderosa del mundo, pero poseedora de una larga historia de enconadas divisiones raciales.
Nada más ese hecho le otorga a Obama un sitial de privilegio en su país. Pero él se ha empeñado en ser un presidente transformativo, que logre la movilización de la sociedad norteamericana -sus enormes recursos naturales, económicos y un capital humano abundante, diverso y heterogéneo, que cada vez reclama mayor participación, inclusión y equidad- y ponerlos al servicio de una visión abarcadora que consolide hacia el futuro el poderío de Estados Unidos y su sitial como primera potencia mundial. En ese proyecto anda tras un primer término marcado por la brutal oposición y entorpecimiento a su programa de gobierno por parte de un Partido Republicano abroquelado en la Cámara de Representantes y dominado por sus elementos más derechistas, irracionales y perversos. Pero Obama ha demostrado ser un político de gran astucia y tenacidad, utilizando su enorme poder y su considerable capacidad de comunicación para reclutar el apoyo masivo de amplios sectores de su pueblo, que le otorga una popularidad pocas veces lograda por un presidente en su segundo término, y le imprime vigor y militancia a una agenda que incluye soluciones de gran impacto en áreas como la salud, el desarrollo económico, la política energética, la protección del ambiente, el control de armas y la seguridad pública y los derechos de los trabajadores, los inmigrantes, las mujeres y la comunidad LGBTT, entre otros.
Pero lo mismo no puede decirse de su relación y la de su gobierno con Puerto Rico, una que niega toda postura de futuro para Estados Unidos, mientras este país se empeñe en colocarse a la retaguardia de la humanidad como uno de los últimos poderes coloniales del mundo. Un gobierno que enarbola los derechos civiles y humanos para todos, mientras mantiene a otro país subordinado en una relación claramente colonial y a un luchador por la libertad de ese país como prisionero político por más de 30 años, no puede llamarse progresista. Ésa es, sin más ni más, la situación de Estados Unidos frente a Puerto Rico en estos momentos.
Ajeno ya a las presiones de la reelección, y libre de sus muchas ataduras electorales, el Presidente de Estados Unidos tiene ahora la oportunidad de que su lema de campaña, Adelante, (en inglés, “Forward”) sea mucho más que un ejercicio meramente publicitario. Debe de inmediato hacer buena su promesa de promover un proceso limpio, serio y firme para resolver, de una vez y por todas, el dilema de nuestro estatus político colonial. En sus manos tiene como herramienta la reciente consulta, donde los electores puertorriqueños inequívocamente le dijeron NO al colonialismo y la estadidad.
Obama tiene también la oportunidad de demostrar con claridad sus proclamados principios ordenando la excarcelación inmediata del patriota puertorriqueño Oscar López Rivera, el más antiguo prisionero político de este hemisferio.
También si quiere, podría enmendar la torcida política de los sucesivos gobiernos de Estados Unidos hacia Cuba, incluyendo el suyo, levantar el inmisericorde bloqueo y liberar a los cuatro patriotas cubanos aún encarcelados en dicho país, sobre todo ahora ante la importante decisión del gobierno de Cuba de autorizar el libre tránsito internacional a todos sus ciudadanos, incluidos los opositores al gobierno de Cuba, cuyas actividades son financiadas por el gobierno de Estados Unidos.
Sin sus previas ataduras electorales, nada le impide a Obama promover una relación de verdadera igualdad y respeto con los países de América Latina, en un trato de tú a tú, reconociendo sus muchos avances económicos y sociales y demostrando respeto por sus derechos soberanos y su progreso democrático, y así intentar subsanar los siglos de agravios acumulados como resultado de la política imperial de Estados Unidos que consideraba a América Latina como su traspatio. Sin más dilación ni excusas, estas medidas deben ser incorporadas en la agenda del Presidente de Estados Unidos para este segundo término.
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